lunes, 25 de febrero de 2013

Daniel Arroyo en el diario El Siglo de Tucumán

El Siglo por Sergio Federovisky

El viernes 22 se cumplió el primer año de la tragedia de Once, en que murieron 52 personas como resultado de la larga cadena iniciada con el desguace de los trenes por parte del menemismo y la decadencia corrupta prolongada por la política de subsidios y concesiones a los amigos del poder.
Hubo en los últimos cinco meses, a partir de la asignación al ministro del Interior Florencio Randazzo del área de transporte, una especie de reacción evidenciada en la decisión anunciada de invertir en vagones, locomotoras, vías, andenes, rieles, y estaciones. Nada que pueda, en el corto plazo, subsanar casi tres décadas de desidia, desinversión, atraso y desprecio por los millones de argentinos que cada día no tienen más remedio que subirse a un tren para ir a trabajar. Pero como en la Argentina no se gobierna -ya sea el gobierno de derecha, progresista, neoliberal o rejuntado- para resolver los problemas cotidianos, viajar es menos importante que una reelección o la trasmisión del fútbol.
Hace pocos meses, cuando los saqueos de fin de año, el sociólogo Daniel Arroyo, que fue el primer ministro de Acción Social de Daniel Scioli apenas asumió como gobernador, explicó cuáles eran a su criterio los motivos reales -más allá de la imbecilidad de la conspiración- que dan lugar a esas pequeñas puebladas. Esos ejercicios de protesta poco convencional, decía Arroyo, tenían su origen en el "mal vivir". Arroyo señalaba que en la Argentina de hoy, a diferencia del 2001, el problema más acuciante no es el hambre, más allá de que los índices de desnutrición sigan siendo altos. Especialmente en las áreas suburbanas de las grandes ciudades el problema más angustiante es lo mal que se vive. Y se vive mal, ejemplificaba, por tres cuestiones centrales: el trabajo (en negro, precario, en pésimas condiciones, mal pago); la vivienda (el hacinamiento, la ausencia de servicios elementales) y el transporte. 
Nadie puede sentirse mínimamente digno (sería una utopía pretender sentirse mínimamente feliz) si viaja en las mismas condiciones que una vaca.
Atravesar el conurbano para llegar al centro de la ciudad de Buenos Aires puede demandar hasta más de dos horas de viaje. Parado, o mejor dicho colgado, con calor o con frío, con riesgo de que lo roben, con peligro de caerse, con la amenaza de que el tren no llega, que se rompe, así se viaja en la Argentina. Y a veces ese hilo tan delgado se rompe. Y mueren 52 personas, como el 22 de febrero de 2012 a las 8.32 de la mañana cuando un tren de la línea Sarmiento se incrustó en la estación de Once.
Todos, rápidamente, miraron hacia el maquinista que manejaba el tren. Es lo más sencillo: el piloto de Lapa, que murió, resultó -hasta para la justicia- el único culpable de la tragedia de Aeroparque. Todos miraron hacia el maquinista: que si estaba borracho, que si tenía epilepsia, que si se quedó dormido. Pero esta vez las pistas acerca de las causas que condujeron a ese accidente estaban demasiado claras. En apenas un año, la justicia está en condiciones de convocar a un juicio oral y público, en el que se sentarán a dirimir su inocencia, dos ex secretarios de transporte y los empresarios a cargo de recibir montañas de dinero en subsidios que jamás se aplicaron al mejoramiento de la calidad del transporte. Y si la justicia ya está en condiciones de determinar que fue la negligencia, la corrupción, la desidia, el desprecio, el robo, lo que llevó a ese tren chocar contra la estación es porque todo eso es indisimulable. Un solo dato: tres días después de la tragedia, se conoció que los Cirigliano (grupo empresario de estrecha amistad con los Kirchner que ostentaba la concesión de Trenes de Buenos Aires) usaban los subsidios para jugar en las cuevas con el precio del dólar. De comprar una locomotora, ni hablemos.
Todo lo ocurrido en Once es muy claro para todos. O para casi todos. El gobierno sigue inmerso en su lógica de ignorar el asunto como si de ese modo pudiese dejar de existir en la realidad y en la memoria de los familiares de las víctimas y, por añadidura, en toda la sociedad. Sólo dos veces en un año, la presidenta Cristina, que toma el micrófono ante cada inauguración o evento, mencionó públicamente la masacre de Once y no fue para pedir disculpas en nombre del Estado que abandonó a esas personas y a los millones que viajan diariamente en medios de transporte que ningún ser humano merece. La segunda vez fue el jueves, a horas de cumplirse el primer aniversario de la tragedia, y la mención duró poco más de un minuto, siete veces menos que la diatriba contra Mauricio Macri por la tala de los árboles del centro de la ciudad de Buenos Aires.
Cuando ocurrió la tragedia de Cromañón pasó algo similar: el entonces y después destituido jefe de gobierno Aníbal Ibarra se escondió cual una rata y el matrimonio Kirchner jamás hizo mención alguna al tema.
¿Sabrán que aunque no se los nombre los dramas no dejan de existir? ¿Sabrán que no hay nada que enaltezca más a una persona -y por ende a un político- que hacerse cargo, dar la cara, arreglar las cosas desde el reconocimiento de que han sido rotas?
Decía el padre de uno de los muertos de Once que a los políticos -en tanto representantes del Estado, es decir responsables de gran parte de la vida de los habitantes de un país- les cuesta horrores bajar a tierra y sentir lo que sienten los mortales. La mezquindad de ocultar una desgracia pública por temor al costo político que pueda provocar es una imperdonable consecuencia de esa progresiva distancia. Y citaba una estrofa de un tema de Los Redondos: "Cuanto más alto trepa el monito, el culo más se le ve".